I. ¿Por qué escribes?
Interesante pregunta. Aunque sería más acertado preguntar por qué escribía en el pasado ya que en el presente es algo que prácticamente no hago. Algo de lo que, de alguna manera, intento escapar ya que me encuentro totalmente agotado. Pero volviendo a la pregunta, es algo a lo que le he dado muchas vueltas, creo que escribí porque leí. Leí mucho. Y leí, mucho, porque vi leer mucho. Crecí en un hogar obrero de inmigrantes andaluces en la Euskal Herria de los ochenta. Mi abuelo vino con alguno de mis tíos de Gibraleón (Huelva) a Lemoa en los sesenta buscando una vida mejor. Se puede decir que lo lograron y que además sentaron las bases de lo que acabaría siendo mi bienestar, mi educación y mi vida como miembro de la primera generación de mi familia nacida en Euskal Herria. Bueno, no solo la mía, también la de todos mis primos y primas.
Crecí con mi abuelo, mi madre y mi hermana en un piso de 70 metros cuadrados en el que había mucho humo de tabaco negro, un cenicero de metal con una sevillana grabada en el fondo y un inusual gusto por la lectura. Mi abuelo leía a diario. Mi madre leía a diario. Lo curioso era qué leían.
Mi abuelo tenía un diccionario enciclopédico gris de unas 700 páginas que leía y releía una y otra vez. Su marcapáginas era un trozo de papel con varios teléfonos apuntados. Leía las setecientas páginas y volvía al principio de nuevo. Al ser un crío nunca le pregunté qué buscaba con aquello. Supongo que yo lo tenía interiorizado como algo normal. Como una liturgia reconfortante en un momento de la historia en el que poco más había que hacer si no te gustaba el alcohol.
Mi madre también leía, y fumaba, continuamente. No era una lectura con poso aparente pero para mí era una especie de heroicidad ya que a mi alrededor no leía prácticamente nadie. Por alguna razón, entiendo que la temática de las novelas ayudaría, mi madre era fan absoluta de Harold Robbins y en casa estaban todas sus novelas. Y cuando no eran de Robbins, eran de cualquier otro.
En un momento en el que la programación televisiva era escueta e iniciática, sumé el hábito de la lectura al del juego imaginativo. Así que aparte de construir con el Tente (el Lego del proletariado) y jugar con todo tipo de pelotas y canicas, leer se convirtió en un acto natural para mí.
Empecé leyendo aquellos cuentos infantiles de siluetas recortadas y páginas troqueladas que se acababan en pocos minutos pero que supusieron una puerta de entrada esencial a la lectura. Poco a poco fui pidiendo lecturas más consistentes como adaptaciones de clásicos a modo de minúsculas novelas ilustradas o comics. “Robinson Crusoe”, Julio Verne y “Tom Sawyer” llegaron así a mi vida. Abracé todas y cada una de las opciones que me dio la escuela, primero, y la biblioteca pública, después, para poder leer todo cuanto quisiera. Aquella colección de SM llamada El Barco de Vapor supuso una apasionante aventura. Juraría que me leí toda la colección de libros azules, que era la que nos tocaba con la edad que teníamos, en poco más de dos semanas. Cogía un libro antes de comer y lo devolvía después de comer. Cogía otro por la tarde y lo llevaba leído a la siguiente mañana. Pronto me dejaron llevarme dos libros para la tarde noche y más para el fin de semana. Cuando terminé con la colección azul, el profesor me sugirió que empezase con los libros naranjas pese a que estos estaban enfocados a niños mayores que yo. Mantuve el ritmo de un libro al día incluso los fines de semana. Pese a ser un crío muy callejero, para ser honesto, todos lo éramos, si una novela de aquellas se me cruzaba, no paraba hasta devorarla. Pronto acabé con los libros naranjas y no hubo más remedio que pasar a las rojas, todavía para niños aún mayores. Aunque en ese momento creyeron conveniente tanto mi madre como mi profesor que era el momento de empezar a leer en euskara. Así que combinaba libros naranjas en euskara con libros rojos para quinceañeros en castellano.
Había algo en esa fórmula que me desanimó. Por una parte, los libros naranjas en euskara eran traducciones de libros que ya había leído y que, encima, eran el fruto de un proceso de selección dudoso que no primaba ni la calidad ni el atractivo de los trabajos. Por otra parte, los libros rojos de El Barco de Vapor eran ejercicios de prestidigitación con adultos intentando meterse en las mentes de los preadolescentes con el objetivo de moldear sus mentes mientras supuestamente les contaban algo interesante. Aquella fórmula no funcionó.
Afortunadamente ocurrió algo en el verano de 1987 que supuso un importante impulso para mis ansias lectoras. Mi familia más cercana se había hecho con una casa en El Rompido, Huelva. No habían querido volver directamente a su ciudad natal, Gibraleón, pero sí a otra parte de su propia provincia de la que probablemente no pudieron disfrutar antes de migrar a Bizkaia. Mis veranos pasaron a ser algo mágico en 1985. Cinco años más tarde, en agosto de 1990 los veranos pasaron a ser algo trágico.
En aquel mundo en el que la televisión era un artefacto esencialmente familiar la calle de los días eternos era un lugar maravilloso para socializar, jugar, crecer y soñar. Uno de mis amigos de aquellos años tenía un Sinclair ZX Spectrum 128 y siempre que sus padres nos dejaban nos colábamos en su sala de estar y ocupábamos la televisión para jugar a un videojuego llamado Rastan Saga donde un guerrero parecido a Conan recorría el mundo de izquierda a derecha asestando espadazos a todo tipo de enemigos.
Aquellos fueron mis primeros contactos con un ordenador y los videojuegos. Fue duro familiarizarse con los controles ya que se usaba directamente el teclado. Q y A eran arriba y abajo. O y P eran izquierda derecha. La barra espaciadora ejecutaba alguna acción: saltar, golpear, coger, soltar… y a menudo una sexta tecla servía para poder realizar otra acción.
Un día Juan Pedro comenzó a hablarnos de un videojuego que lo cambiaba todo y que se llamaba “La Abadía del Crimen”. En ese videojuego un par de monjes tenían que resolver una serie de crímenes que se estaban dando en una remota abadía de la edad media. No había que correr y matar. Ni saltar y esquivar. Había que investigar, explorar y aprender. Ejecutar el secular arte del prueba y error hasta descubrir todos los patrones de comportamiento del resto de personajes de la abadía. También memorizar el extenso mapeado de la construcción medieval. Encajar las piezas del puzle. Crecer dentro de una aventura que también crecía. Sentirte dentro de una novela policiaca ambientada en un mundo tan atractivo para un niño como la edad media. El golpe de guión ocurrió una tarde en la que algún adulto nos comentó que aquel videojuego se parecía excesivamente a El Nombre de la Rosa, una novela que narraba exactamente los mismos hechos.
Aquel título quedó grabado en mi mente y tras nuestra vuelta a Lemoa a finales de agosto le empecé a pedir aquella novela a mi madre. Empezó el curso y mi madre decidió preguntarles a mis profesores por si aquella novela era aconsejable para un niño de 10 años. A regañadientes todo el mundo pareció aceptar. Con todo lo que había por leer todavía para niños y adolescentes, lanzarme a por aquella densa y extensa obra narrativa parecía algo totalmente precoz. Se aburrirá y volverá a leerse los libros rojos de El Barco de Vapor, pensaron.
Así que mi madre me compró finalmente una edición de El Nombre de la Rosa, de Umberto Eco, de la editorial Lumen. Todavía recuerdo el olor amargo y químico de sus suaves páginas y aquel prólogo en el que Eco reconocía que había manejado el título de La Abadía del Crimen como posible título pero que lo había descartado por ser excesivamente directo. Todo cuadraba. El universo de aquel videojuego que había secuestrado mis emociones hasta el borde de la obsesión confluía con el que había sido mi universo paralelo en el curso anterior, la lectura. Encima, además de ser una colección interminable de letras de molde, líneas y más líneas, páginas y más páginas, era un reto. Iba a leer algo que mi madre no entendía y que mis profesores creían que era demasiado para un niño de 10 años.
Tengo que reconocer que fue duro. Las partes en las que Eco hacía fluir la novela, la historia que contaba, eran realmente apasionantes. Mi mente viajaba a la velocidad de la luz. Volví a la obsesión. A sentirme partícipe de aquella extraña y lejana comunidad eclesiástica. Comencé a oler aquellos olores, a pensar en un mundo sin electricidad y a atravesar la severidad que azotaba las vidas de los seres humanos que vivieron aquella época. Pero había muchas otras ocasiones en las que Eco paraba y retenía la narración para adornarla y hacerla crecer literariamente. Claro que no lo entendía. Pero decidí sufrirlo como el precio a pagar por querer meterme en el exclusivo mundo de los adultos. La extensas descripciones y conversaciones sobre el contexto histórico eran pasos por la aduana que aguantaba estoicamente hasta llegar al hilo de la intriga. Quería saber quién era el asesino o ayudar a descifrar a Guillermo de Baskerville a desentrañar lo que estuviese ocurriendo en aquel punto del espacio tiempo imaginario.
No cabía en mi de gozo. Terminé El Nombre de la Rosa y como un resorte pedí su siguiente novela. O, simplemente, otra de sus novelas. Mi madre preguntó en la Librería Verdes y le dijeron que la siguiente era El Péndulo de Focault pero si al librero ya El Nombre de la Rosa le parecía un ejercicio complicado para un niño de 10 años, no podía imaginarse qué le iba a exprimir un niño a aquella complicada historia crítica contra el esoterismo y las artes ocultas. No le faltaba razón. Mi madre compró la novela vía El Círculo de Lectores gracias a que mi tía estaba suscrita. Y llegó a mis manos.
Supongo que sin un videojuego previo que sirviera para avivar mi interés y para meterme en contexto, El Péndulo de Focault supuso todavía un ejercicio más complicado. Las partes que fluían parecían ocultas. Cada vez que parecía que arrancaba, se adornaba. En líneas generales casi todo era ininteligible para mí. Lo tenía bien merecido, supongo. Pero sí, fue la suela de mi zapato en aquella primera inmersión en la literatura adulta.
Mi madre sintió mi frustración y habló con uno de sus mejores amigos, Pedro De la Fuente. Le preguntó si era buena idea todo aquello de que yo estuviera leyendo aquellas novelas claramente escritas para un público adulto y, en cierto sentido, culto. Si aquello no podía llegar a frustrarme. Su amigo, la llevó a una librería, compró Las Inquietudes de Shanti Andia y le dijo que aquella era su novela favorita y que la había leído cuando era un crío. Que me dejase volar todo lo alto que quisiera. Y si alguna vez hubo un intento de censurar mis ocurrencias lectoras de imberbe precoz, murieron aquel día.
De alguna manera que no recuerdo, tras el duro choque con El Péndulo de Focault me sumergí en la biblioteca de Candela, otra amiga de mi madre, y empecé a leer novelas de Agatha Christie además de las ediciones originales de los clásicos que había leído pocos años antes adaptadas al público infantil. Tras un golpe de suerte, otro, llegó a mis manos El Hobbit. Lo que derivó en terminar la trilogía de El Señor de los Anillos en unas pocas semanas.
Mi madre y nuestra economía doméstica sabían que no podía comprarme todos los libros que quería pero buscó fórmulas para que siguiera leyendo en una era en la que las bibliotecas públicas estaban lejos de ser efectivas. Tejió una red entre sus amistades y pronto todo el mundo rebuscaba en sus colecciones de libros para que el hijo de María Antonia, de tan solo diez, once, doce años, leyese. Todos se sentían partícipes de un milagro. Un niño hijo de obreros criado con su madre como cabeza de familia se pasaba las horas leyendo cosas de adultos que eran rematadamente complicadas incluso para ellos.
Vivía las novelas y las historias a modo de intensos estados de shock. Los Hermanos Karamazov. Crimen y Castigo. Moby Dick. Otra vuelta de tuerca. 1984. Las uvas de la ira. Mientras Agonizo. Claro que no lo entendía todo, todo el rato. Pero era algo que podía hacer. Podía despertarme pronto por la mañana en cualquier día de verano, leer, desayunar, salir a la calle, jugar y trastear como un crío de mi edad. Volver para comer, ver El Coche Fantástico o El Equipo A, volver a leer y volver a la calle a ser un niño. Y, por la noche, de vuelta a casa, leer en la cama hasta caer dormido.
No hablaba con mis amigos de lo que leía. Simplemente leía y era un niño sumando dos mundos diferentes a uno solo. Pronto mi prima Pili, algo mayor que yo, también se aficionó a la lectura. Especialmente de Best Sellers. Así que también le tomaba libros prestados y los disfrutaba igualmente. Recuerdo como una noche después de cenar empecé a leer La Larga Marcha, de Stephen King firmando con el pseudónimo Richard Bachman. No paré hasta terminarlo. El siguiente día fue un día duro en clase pero ya de paso, juraría que la biblioteca de Lemoa ya estaba en marcha, me leí de un tirón It, Los Ojos del Dragón, Ojos de Fuego y unos cuanto más.
Definitivamente podía combinar la densidad y la distancia temporal de los clásicos que leía sin tener una idea clara de que lo eran con la cultura pop de los Best Sellers que me cedía mi prima. Podía leerme una antología de cuentos de Chejov y, acto y seguido, Cujo de Stephen King. Creo que la cultura pop estaba llegando a mi vida sin darme cuenta. Se estaba filtrando a mi subconsciente con un ritmo constante.
Pasaron las horas, los días, las semanas y los años. Surqué la EGB, leyendo mucho, con éxito y con una supuesta fama de niño capaz de escribir. Un galardón que no era fácilmente otorgado. Pese a todo, yo no era consciente. En absoluto. Con el tiempo entendí que me estaba haciendo con una herramienta que iba a ayudarme en el futuro pero eso fue después de haber escrito decenas de páginas sobre música rock.
Ocurrió que llegué a la década de los 90 y que algo parecía desperezarse dentro de mí. Me recuerdo grabando en audio un concierto de Prince que emitía TVE 2 y disfrutando de aquellos Momentos Musicales que precedían a las noticias de las tres. Sentía que un nuevo hambre que saciar se empezaba a conformar dentro de mí. En junio de 1991, de una manera accidental y fortuita acabé asistiendo a un concierto de Su Ta Gar en fiestas de Igorre. Si de alguna manera yo era una especie de adicto que había vivido años recluido en un fumadero de opio imaginario de Shangai, acababa de descubrir una nueva droga que iba a acaparar toda mi atención en los próximos años.
Y supongo que para creerme capaz de poder escribir sobre todos aquellos grupos y discos que me mantenían en vilo en los primeros años 90, la clave estuvo en leer. En leer mucho. Algo que ocurrió porque mi abuelo Agustín amaba su diccionario enciclopédico ilustrado gris y porque a mi madre le encantaban las novelas de Harold Robbins. Porque pese a ser una familia trabajadora obligada a vivir lejos de su entorno, apreciaba la lectura como una necesidad vital.
Así que sí. Si escribo, si he escrito, ha sido porque leí imitando a otros que, milagrosamente, leían todo el rato.
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