Cancionero de los Cielos, de Viva Belgrado, o como ser recordados en una bonita canción.
¿Durante cuánto tiempo vamos a estar juzgando el presente de Viva Belgrado comparándolo con su pasado? ¿Durante cuánto tiempo vamos a seguir mirando atrás sin darnos cuenta de que Viva Belgrado es tanto la banda de la actual fotografía como la de la primera mitad de su carrera? ¿Durante cuánto tiempo el cuarteto cordobés seguirá ofreciéndonos la oportunidad de sentirnos vivos gracias a su música?
En un principio Viva Belgrado eran una bola de rabia desatada, tristeza melancólica y emoción generacional que vociferaba por la vía del desgarro para describir mediante canciones las aristas menos populares de la vida. Flores, Carne (2014) y Ulises (2016) eran un canto a la vida en toda su profundidad. Un ataque a la descripción simplista de los estados de ánimo. Un tratado de poner por delante todo aquello que uno siente pero que nunca se atrevería a plasmar tras la interrogación de cierre a la pregunta ¿Qué tal estás?
En lo musical, con sus diferencias, eran ejercicios más anclados en un nicho necesario, disfrutado, arrasado y saqueado. En un espacio con cuatro paredes simbólicas entre las cuales, sin embargo, ha habido supervivientes y valientes, que han seguido dando forma a la tan manida fórmula. Los últimos, por citar algunos, los gasteiztarras Víbora.
Bien, quizá Ulises era más adulto, más evolucionado, más pulido, más centrado… pero en el fondo, era un movimiento de desplazamiento lógico, en la dirección marcada y esperada. Un perfeccionamiento de la técnica ancestral de llorarle a un micrófono. De contarle todas tus verdades. De, una vez más, no eludir o camuflar todo aquello que llevas dentro pero que no es popular airear.
Es complicado quedarse con uno. Con el encantador borrador lleno de tachones y brillante candidez. O con lo pasado a limpio, mejorado por el poso y por la experiencia. Ambas, Flores, Carne y Ulises, así como el resto de EPs, sencillos y demás publicaciones, guardan en su haber esa cálida esencia de lo especial. De lo necesario. Del meta oxígeno que rellena nuestros pulmones para mantenernos a flote. Con vida. Queriendo vivir pese a todas nuestras contradicciones. Pese a todo lo que callamos.
Y entonces, en plena catarsis de la civilización moderna, como si los cordobeses supieran lo que iba a ocurrir y quisieran aprovechar la distracción para presentarnos el significativo cambio que asomaba, llegó Bellavista (2020). En él, Viva Belgrado se mostraba como una banda más atrevida y aventurera en lo musical. Dando rienda suelta a múltiples influencias contemporáneas pese a que estas escapasen al terreno por el que venían moviéndose.
Bellavista era Viva Belgrado en estado puro. Todo lo que era y había sido la banda estaba allí solo que en forma de materia transformada. Lo que chocaba en la primera o segunda escucha dejaba de hacerlo en la tercera. Lo que desconcertaba o descentraba de primeras, acababa encontrando su sitio en el lenguaje que banda y oyente se habían forjado durante los años anteriores.
En cuanto a lo que se decía, también existía una ligera y certera variación. Candi había dejado de cantar desde un nicho para un nicho. Había abierto la muestra a la que quería llegar y a la que quería quejarse. Amparado en la cultura de la derrota que tan buenas páginas de literatura y canciones nos ha dejado a lo largo de la historia, Viva Belgrado había decidido cantarle a todo el mundo. Que se enteren. Ahora lo que me pasa es esto. La ansiedad surgida de las expectativas alimentadas por el juicio de terceros, y por el propio, era probablemente la temática del disco. Creer en lo que se hacía y saber que se hacía bien pero sentirse culpable por esperar una contrapartida mejor.
No dejaba de ser un movimiento curioso a la par que una idea genial. Abrirse, decir más y hacerlo más directamente para darle forma a todo aquello que sentían que no podían alcanzar. Así, si Bellavista era un paso hacia una nueva frontera, hacia la exploración de lo que podía esperar a la banda allá fuera, era un paso inusual. Nada de letras banales y ganchos masticables. Bellavista era tan aventurero que pretendía llegar más lejos mostrando por qué no se podía llegar más lejos. Una paradoja cargada de una tremenda fuerza poética.
Cuatro años más tarde llega a nuestros oídos Cancionero de los cielos. Un trabajo que de entrada parece ser lo que Ulises era a Flores, Carne, pero con Bellavista como comienzo del proceso. Un trabajo que indaga en las múltiples bondades de su predecesor y que, a su vez, trata de avanzar en la dirección marcada hace cuatro años.
Un teclado tenue y sedoso abre el disco. Acto y seguido, como queriendo sumar capas, Cándido comienza a cantar, arrastrando rimas, acercándose al verbo rapear. En “Vernissage” nos cuenta cosas que no nos pillan por sorpresa. También lo que escuchamos nos devuelve a un territorio conocido y amado que se estrenó hace cuatro años. El sentimiento con el que se abre Cancionero de los Cielos es similar al que englobaba Bellavista. Solo que la autocrítica se ha permitido un pequeño giro en el espejo y ahora Cándido busca con quién compararse y, tal vez, de qué y de quién huir. “Chejov y las Gaviotas” repite en la misma dirección. Frustración, huida hacia delante, soledad, carretera… esta segunda composición supondría la antítesis de lo que viene llamándose heartland rock. Ese rock épico en la que la carretera son todo sueños y posibilidades.
“Nana de la Luna Pena” supone la primera ruptura tanto de sonido como de mensaje. De una forma tan lúgubre como dramática, la banda progresa por un territorio pausado pero fuertemente cargado de ritmo. Candi nos habla, al menos lo parece, de la inspiración, las musas o quizá la pena como muestra de uranio enriquecido que sirve, con todo lo nocivo que conlleva, de fuente de energía para el proceso creativo. La descripción, la composición escala en tensión y emoción hasta que llegamos a un frenazo donde, si todavía es posible, el dramatismo se dispara aún más y en un pasadizo acústico escuchamos a Sara Zozaya interpretar su papel de inspiración/musa/pena. Un momento arriesgado y valiente, que dota a la canción de una intención encomiable pero que, quizá, sobrecargue el drama más de lo debido. No obstante, que las singladuras de Sara y Viva Belgrado se crucen en una canción es algo por lo que cabe estar agradecido.
Si “Nana de la Luna Pena” nos habla de la inspiración y nos ofrece un diálogo, “Ranchera de la Mina” es una misiva en la que Cándido sigue indagando en el submundo en el que existen las canciones. En el esfuerzo o el precio a pagar por tratar de escribir una canción más. “Si no vuelvo a ver el cielo que alguien me busque dentro de alguna canción, si no vuelvo a ver el cielo que al menos quede una bonita canción” son probablemente los mejores versos de un disco repleto de buenos versos.
“Nana de la Luna Pena” y “Ranchera de la Mina” suponen un nuevo lenguaje para Viva Belgrado. La temática y la música ofrecen un paisaje novedoso, cargado de simbolismo, apegado a los sentimientos que invaden al artista en el momento de enfrentarse al ejercicio que tanto le quita como le da.
Para el quinto tema, “El cristo de los Faroles” hábilmente conectado con “Ranchera de la Mina, el disco explota desencadenado e incendia el ambiente con un mensaje más críptico y un puente central que explora más territorios lejanos antes de volver a convertirse en una bola de fuego que surca nuestro pecho y nuestra angustia. Sigue “Gemini”, probablemente el tema más rockero de la banda si nos centramos tanto en guitarras como en líneas de bajo, es un canto a nuestra sombra, a nuestra cara b, a ese extraño pasajero que nos contradice y nos amordaza cuando menos lo necesitamos.
El arranque de la maravillosa cara b del disco es pura y maravillosamente cinematográfico. “Elena Observando la Osa Mayor” es un granulado relato de amor con regusto a despedida y cierre y rico en tonos pastel. Una oda la incomunicación surgida en el corazón de la supuesta comunicación que musicalmente puede apuntar en la misma dirección que apuntó “Más triste que Shinji Ikari” solo que “Elena Observando la Osa Mayor” parece un ejercicio más arriesgado que trata de ir más allá.
“Un Tragaluz II” es un truco de prestidigitador que sirve de puerta de entrada a la preciosa recta final de El Cancionero de los Cielos. “Jupiter and Beyond the Infinite” nos lleva al arte, al hiperespacio y a la ciencia ficción de la mano de Erik Urano, segunda colaboración del disco. En poco menos de cuatro minutos Viva Belgrado vuelve a arriesgar al máximo. A buscarse en el futuro gracias a un genial desarrollo con una aportación de Erik Urano totalmente integrada, con referencias a Oteiza y a Kubrik y con un inesperado final gracias a un vigoroso coro infantil.
De Júpiter a Saturno y, del futuro que será al pasado que fue. “Saturno Devorando a Su Hijo” nos devuelve a los años de Flores, Carne y Ulises. Al grito, a la verdad incómoda, a la melancolía, la nostalgia y la autocrítica lacerante. La emoción se desborda y pasamos a respirar catarsis en estado puro en un tema en el que Candi parece querer trasladarnos lo poco que se gusta cuando trata de aceptar el paso del tiempo.
El cierre del disco difícilmente podría ser mejor. “Perfect Blue” es la combinación perfecta entre lo que fue, lo que es y lo que puede ser. Una de las mejores composiciones de este Cancionero de los Cielos y una de las mejores composiciones de la carrera de los cordobeses. Un afortunado cruce de caminos en el que el pop, el hardcore, el dreampop y el shoegaze chocan con una violencia planeada y controlada. ¿Lo más cerca que han estado nunca Deafheaven y Viva Belgrado?
El cancionero de los cielos nos dice adiós con “Un Tragaluz”, la canción. Si “Gemini” puede ser perfectamente la canción más rockera de la banda, “Un Tragaluz” es probablemente la mejor composición pop de su historia, con permiso de “Más Triste que Shinki Ikari”. Un nuevo canto al amor, o de la pérdida del mismo, en el que un Cándido estelar se instala en nuestros corazones para recordarnos que si él está cerca, las verdades incómodas y la música para sentirse vivo estará cerca.
El cancionero de los cielos nos dice adiós con “Un Tragaluz”, la canción. Si “Gemini” puede ser perfectamente la canción más rockera de la banda, “Un Tragaluz” es probablemente la mejor composición pop de su historia, con permiso de “Más Triste que Shinki Ikari”. Un nuevo canto al amor, o de la pérdida del mismo, en el que un Cándido estelar se instala en nuestros corazones para recordarnos que si él está cerca, las verdades incómodas y la música para sentirse vivo estará cerca.
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