Sentirse vivo (I)

 


El mar es lo único que separa el majestuoso cielo azul de agosto de los tejados de unas construcciones penosamente puestas sobre el tablero en forma de cuadriculas. El mar que mece tranquilo los pensamientos de descanso de otro hombre de mediana edad atrapado en el laberinto capitalista de 2020. Agosto es el premio, el escape, el camino, el descanso, la actividad, la lectura, la escucha, el amor y el cariño. También es el miedo y la paranoia infligida por la pandemia. Demasiadas cosas para un agosto que ni siquiera es un agosto entero, tal es la trampa en la que vivimos. Un acompasado piano rebota en las ventanas de un mirador situado en la cuarta planta de un innecesario rascacielos. Una aterciopelada voz femenina envuelve la escueta estancia con una emoción abstracta. El preciso momento en el que un inexistente, oscuro y lejano mecanismo se acciona para articular un click ha llegado. Una vez más, tal es el espejismo con el que nos conformamos. La épica literaria de cartón piedra a la que nos abandonamos, emocionados por el hecho de no tener que escuchar un despertador, de poder coger un libro entre las manos y sentarnos en ropa interior en un balcón con la primera brisa de la mañana a hacer lo que no podemos hacer durante el resto del año. La épica literaria marcada a fuego con el corazón cuando la voz enlatada pero monumental de Benito Lertxundi encoje el universo en un simple chasquido emocional.

Agosto como mes icónico del descanso apremiado es un mes inequívoco. Tendemos a sentirnos vivos y a querer vivir, significando esto que lo que hacemos durante el resto del año sea algo más cercano a sobrevivir. A aguantar. A huir hacia delante. A guardar el equilibrio. Y, entonces, llega una joven compositora donostiarra, autentica hechicera de las melodías y las atmósferas, domadora de tensiones y distensiones, cazadora de diferentes tipos de belleza sonora. Su piano, sus sintetizadores, su banda a la vieja usanza con esa mezcolanza de arpegios, punteos, ritmos y martilleos. Sara Zozaya se debate todo el tiempo entre el impulso dinámico y orgánico que vibra bajo el latido de su corazón y las purpúreas atmósferas sintéticas que nacen en su cabeza, crecen en las yemas de sus dedos y mueren en nuestro cerebro tras entrar por nuestros oídos y articular la simple emoción de sentirnos vivos. 

 

Sentirnos vivos. A los cuarenta. Cuarentaytantos. En esa crisis tan artificial y distópica como aterradora y descarnada. Al final he caído en la tentación de utilizar la maldita palabra de moda. Qué le vamos a hacer. Ahora, el mar, siempre el mar, acaricia mis pies desde el noreste mientras el sol me baña desde el sur. La omnipresente música en mi incesante vida completa la veraniega postal. La música… un bello arpegio de quince segundos entra en escena. El requerimiento de sentir correr la vida por mis venas vuelve a invadirme una vez más. La cristalina voz de Zozaya vuelve a mis oídos. De alguna forma y pese a estar acostumbrado a esa mezcla de responsabilidad, mestizaje y respeto que lleva a nuestros artistas a combinar composiciones en diferentes idiomas, me resulta estridente escuchar palabras en castellano. Tardo poco en acostumbrarme. Sara habla de algo que como de costumbre se me escapa, se me tiene que escapar. A ella también. Parece luchar por saber quién es. Es curioso pero creo firmemente que esa lucha no cesará nunca ni en su cabeza ni en la de nadie pero siempre encontrarás a quien diga lo contrario con una seguridad insultante. Sara sigue apelando a la necesidad de parar y analizar. O eso creo, realmente lo desconozco. Tengo que reconocer que no sé de lo que habla aunque prefiero sentir que sí. Que canta para que nos sintamos vivos. Y, de repente, “todo es verdad hasta que hacemos que sea verdad. Hoy voy a hacerte reír. Voy a hacerte reír”. Algo que, de inmediato, consigue. De repente todo es como un plano entrecortado de una película independiente. La vida pasa a tener un aspecto granulado y sucio en su superficie pero lo que se ve es intensamente bello y cálido. Un lejano acantilado, secular, anclado al mar por empeño, el ruido de la playa con esa mezcla de bullicio veraniego y ruido blanco natural y espumoso producido por la rotura de las olas en la orilla. Siento que la imaginaria cámara da vueltas sobre mí, con mi alelada cara de sorpresa, mi estupor ante una emoción inesperada, el escalofrío que viene y va por mi espalda enfatizado por la brisa costera. “Hoy voy a hacerte reír”. Un mes más tarde Iker buscaría que le aclarase por qué había seleccionado a dos chicas jóvenes de tres artistas para el primer hueco radiofónico de mi vida. Me sentí socialmente perseguido y avergonzado. En estos tiempos que corren uno parece tener que sobre explicar cada paso que da. Solo supe contestar que en el caso de Zozaya, la había elegido por mil y un razones. Por la calidad de lo que propone, por el empeño y la tenacidad con la que desarrolla su trabajo, por el místico halo con el que envuelve su producto aunque esto de hablar de la música y de la creación como un producto pueda parecer aberrante. Tiene su punto provocativo pero lejos de explicarme, solo diré que en mi mente es un cumplido. Trabajo bien hecho. Creatividad emotiva. No puedo pedir más. No puedo esperar más. No obstante, todo esto es mentira. No contesté todo esto que pienso aunque sí que lo había explicado con anterioridad. Mi respuesta fue básicamente que quería agradecerle su empeño en hacerme reír durante aquel instante de agosto. Cosa que consiguió. 






 

Ese momento, ese click, ese flash, esa instantánea, ese resorte articulado, ese abrazo a la eternidad, ese plano de película de cine independiente, ese tembleque en las rodillas, esa carcajada de felicidad precedida de una sonrisa de estupor, ese “hoy voy a hacerte reír”, queda encuadrado para mi historia en el cajón de los momentos sobrecogedores producidos por una canción junto con aquel “And I ain’t nothing but love for you now” de Ryan Adams en 2005, “Love’s so strange” de Guns N’ Roses en el 91, el “I don’t forgive you” de Phoebe Bridgers de este mismo año o el “jakiteko behingoz ni sufritzen ari nintzen bitartean, zu zertan ari zinen, zertan ari ote zinen” de Berri Txarrak en 2001. Y tantos otros. 

 

Casi por la misma razón que me sentí estúpidamente impuro a la hora de contestar por qué había escogido a dos mujeres jóvenes para protagonizar mi debut radiofónico, en los últimos meses me he sentido obligado a incluir el nombre de Phoebe Bridgers cada vez que cito el de Ryan Adams. También vale al revés. La historia de que Bridgers y Adams se enamoraron pero luego resultó no ser amor sino influencia del segundo sobre la primera. Más mujeres diciendo que Adams jugaba con su estatus. Que ponía y quitaba. Que estigmatizaba carreras. Todo el dolor vertido tras tanta creatividad. La necesidad de purgar no sé qué. Afortunadamente Phoebe Bridgers es tan genial con su pijama de esqueleto tocando con un instrumento de juguete metida en su bañera que la purga puede hacerse en soledad, apartando los discos de Adams y maldiciendo lo negativo que haya pasado en algún momento. 

 

Sentirse vivo a los cuarenta es un ejercicio estremecedor porque, básicamente, hasta el momento en el que uno se da cuenta de lo que cuesta sentirse vivo, la vida no es más que un dejarse llevar ahogado en la hiperactividad natural de la adolescencia y sus estertores, capaces de alargarse durante aproximadamente dos décadas. Agosto como un oasis no es más que en realidad un alto en el camino. No solo un alto como una parada técnica para la introspección, la inyección de esperanza y el tejido de sueños de nuevo formato aunque basados en viejas intenciones jamás cumplidas. También es un alto elevado que dota a las coordenadas x e y de una coordenada z. Las tres dimensiones aplicadas al recogimiento espiritual y a la lucha mental del minotauro encerrado en el laberinto ahogado en su propio vómito por saber que jamás logrará escapar del enjambre de paredes esparcidas en x y en y y levantadas en z para dotar a todo el conjunto de la perversidad necesaria para completar su propio fin: encerrar todos los agostos de nuestra vida.

 

Así, agosto es un drama elevado por encima del drama. Un momento de pausa sobre una atalaya en el que nos damos cuenta de que todas las carreras del día a día, todo ese conducir de aquí para allá para no llegar a ningún sitio, a ninguna hora para encontrarse con nadie, no son más que un bosque que nos oculta nuestra imposibilidad para vivir. Perdón, para sentirnos vivos. Vivir es algo que hacemos. Sentirnos vivos podría equivaler a soñar despierto o a, simplemente, tener la sensación de tener la capacidad de soñar despiertos sin la neblina hiperrealista del costumbrismo capitalista. De esta forma, agosto es reconfortante a la par que aporta un desierto repleto de desasosiego. Se abren las vías que facilitan el sueño con los ojos abiertos pero resulta imposible desprenderse de la cruel carga que dejamos atrás en julio y con la que volveremos a encontrarnos en septiembre. No te echaré de menos en septiembre. 

 

En agosto leo, mucho, como antes. Vuelvo a sentir cierto ímpetu por leer, primero, y por escribir, después, aunque todo se quede en leer en agosto y en esfumarse en septiembre. No te echaré de menos en septiembre. Corro, nado, ando, río, leo, bebo cerveza, quiero, duermo, como, corro, remo, ando, leo, bebo cerveza, como, leo e, incluso, escribo. Escribo esbozos de obras futuras que jamás llegarán a materializarse o que, en caso de materializarse, equivaldrían a un billete de lotería premiado aunque jamás llegasen a publicarse. El mero hecho de terminar uno acabaría con la perversa sensación de ser, por una vez, parte de una profecía que se auto cumple. Y es que, una vez, hace mucho tiempo, un poeta me acusó de tener grandes ideas pero de no saber llevarlas a ningún puerto. Esas ideas, esas obras esbozadas con tremenda energía inicial, han sido varias a lo largo de los años. 

 

Una que hablaba de un joven escritor arratiano que se topa con la historia de un escritor arratiano de hace tres décadas que llegó a declarar en una entrevista que se había encontrado una nota metida en una caja parapetada en una pared de su caserío de Zeanuri en la que aparecía la fecha y la razón de su muerte. Firmada por sí mismo. Solo que él no reconocía su letra y veía imposible haber escrito aquello. El joven escritor descubre que, efectivamente, murió el día y de la forma descrita en la nota. Obsesionado con la historia e incapaz de creerse que nadie se haya interesado por ella antes, se adentra en una destructiva investigación en la que la literatura y la realidad, la oscuridad y luz, la locura y la razón, establecen un profundo debate en el que el protagonista va y viene vapuleado por su necesidad de saber y la imposibilidad de alcanzar la sabiduría a la que cree optar. 







 

Había otra en la que tres jóvenes, dos chicos y una chica, que se conocen desde el instituto, crecen juntos y separados desde los primeros noventa hasta nuestros días. Por el camino, la chica es detenida por pertenencia a banda armada pero sale en libertad sin cargos tras pocos meses en la cárcel, se enamora y se desenamora de uno de los chicos cinco o seis veces mientras el tercero se convierte en un paternalista hombre de negocios que vela por la seguridad económica de sus amigos. El secreto es que aquel boleto de lotería que compraron una mañana tras una juerga colosal, fue premiado con muchos millones de pesetas que luego se convirtieron en euros que fueron perfectamente gestionados por el paternalista hombre de negocios. Esto les concede una vida tranquila en la que pueden dedicarse a sus sueños sin miedo al fracaso. La cosa está en que no solo no fracasan sino que triunfan y que el dinero apenas les sirve para arrancar con más confianza. La chica acaba siendo tertuliana de la televisión pública vasca tras cursar sociología en la UPV. Su amor platónico, el segundo protagonista, acaba siendo escritor tras haber sido un exitoso periodista musical tras cursar sociología en la UPV. El tercero, el hombre de negocios, es un exitoso hombre de negocios que cuida de sus amigos con unos cuantos millones de los tres en el banco. Todo eso, tras haber cursado sociología en Deusto. 

 

También hay una novela negra que arranca un enero con atroces crímenes. Los protagonistas son dos detectives de la Ertzaintza que investigan hasta toparse con una secta adoradora de La Iglesia de Satán, olvidar aquí el Satán medieval, por favor. La investigación se retuerce hasta que uno de los detectives tiene que revivir su triste pasado y su oscura y lejana experiencia en un piso de Las Cortes en Bilbao, en cuya puerta podía leerse un letrero que decía que aquello era el Instituto de Artes Mágicas de Europa. Opio, heroína, reconversión, misantropía, oscuridad, muerte y misterio resuelto. 

 

Sin embargo, este agosto, quizá rematando una secuencia de pensamientos que habían creado unos personajes y unas situaciones, la siguiente obra a no terminar nunca ha pasado a ser una en la que un ex periodista musical, o crítico musical, que en los 90 conoció lo mejor de la profesión, cae abandonado en el ostracismo en medio de una terrible crisis identitaria provocada, como no, por una galopante crisis de los cuarentaytantos. El hombre vive solo tras haber sido abandonado por su mujer, que viene a ser la única pareja que ha tenido en la vida. La forma en la que se transformó su relación, en la que su mujer pasa de ser agente discográfica a comercial de telefonía móvil al ritmo que el soporte físico deja la suerte de la música en el per to per de internet, su incapacidad para seguir escribiendo, su marcado carácter anti social y los primeros atisbos de enfermedad mental son el punto de partida para una historia triste, una narrativa de la derrota y el fracaso donde la lucha y el amor propio solo llegan a tapar una parte del problema.

 

Quizá haya alguna historia más. Como la de una tribu que parece sacada de la edad media en la que existe un extraño contrato social en el que todos forman parte de una unidad y el individuo solo existe en el plano activo junto al de otra persona siempre del otro sexo. Con su propio sistema de distribución de riqueza, de relación con el planeta tierra y el resto de seres vivos. La crisis se vuelve insalvable cuando, tras cientos de años de éxito, las tribus de los alrededores comienzan a ser más temibles y difíciles de derrotar. En definitiva, un canto al dolor surgido del mal llamado progreso.

 

Todas estas historias son proyectos incompletos que probablemente jamás lleguen a completarse. Cuando resulta harto complicado cerrar un artículo de dos o tres folios con cierto éxito, empaque, estructura y equilibrio, soñar con algo más profundo y extendido en el tiempo no pasa de ser ensoñación falta de base real. Además, la falta de convencimiento a la hora de escribir este tipo de artículos viene derivada de la autocrítica más feroz enfocada en la falta de necesidad de ese artefacto diabólico llamado prensa musical. En estas, estas líneas que lees ahora, si es que las leerá alguien, si es que este texto se publica en algún sitio por íntimo y escasamente público que sea, este texto trata de ser algo más allá del simple artículo de prensa musical. Habrá algo de ello, habrá algo de ficción, otro poco de falsa ficción, mucho de ensoñación e, incluso, algo de ensayo. Todo catastróficamente combinado pero ilusionantemente concebido en media de esa crisis emocional que le aborda a uno a los cuarentaytantos en agosto. 





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