DIXIE CHICKS. ¡Cállate y canta!
“Para que lo sepan, nos da vergüenza que el presidente de Estados Unidos sea de Texas”.
Esta fue la frase de la polémica.
Ese fue comentario que hizo Natalie Maines, cantante de las Dixie Chicks, tras tocar “Traveling Soldier”, en un concierto en Inglaterra antes de la invasión de Irak en 2003. Un comentario casi inocente en aquel momento, soltado por una chica para nada experta en política, ni en sociología, y desconocedora del impacto que una simple frase iba a tener en su destino y el de su familia.
“Shut up and sing”, el documental de Barbara Kopple sobre las Dixie Chicks, fue estrenado en el año 2006, justo tras el lanzamiento del que aun es el último disco del trío, "Taking the Long Way". Desde entonces, apenas un par de giras y discos en solitario puntuales, hasta que hace poco vi el documental, del cual tuve conocimiento en su día, pero sólo por estar en mitad de la polémica de TODOS CONTRA BUSH, que provocaba sensaciones encontradas, especialmente teniendo en cuenta que Michael Moore se tuvo que comer el marrón él solo tras la ceremonia de los Óscar en la que le dijo a Bush que aquello que estaba montando era una vergüenza. Después, el famoso “Vota por el cambio” y todo aquel movimiento cultural del que, así a botepronto, me salen los nombres de Michael Moore, Bruce Springsteen, Michael Stipe y Pearl Jam. Hubo muchos más, seguro, pero ¿dónde estaban cuando las Dixie Chicks les necesitaban?
Porque lo que se cometió contra las Dixie Chicks fue el peor atentado contra la libertad de expresión que ha conocido la industria musical en toda su historia.
Esto no era censurar discos de rap de contenido violento y misógino. Esto no era una etiqueta ideada por Tipper Gore y la PRMC. En cuestión de días, el inmensamente popular trío de música country, el grupo musical femenino que más discos ha vendido en la historia, desapareció de las emisoras del Sur de los Estados Unidos. Los locutores pedían “atar a Natalie a un misil y mandarla a Irak”. Se organizaron protestas en sus conciertos clamando por que las chicas fuesen deportadas o enjuiciadas por “traición a la patria”. Los tractores pasaban por encima de sus discos, y los saqueos eran transmitidos por la televisión nacional, donde salían cada día señores y señoras vejando a las chicas, tratándolas de traidoras, ignorantes, comunistas y el resto de epítetos que suelen dedicarte cuando expresas tu opinión en contra de una tendencia mayoritaria.
Porque lo cierto es que, visto desde hoy, y dejando a un lado el desplome de la venta de sus discos, lo que pasaba en 2003 es que lo que dijo Maines era contrario a una mayoría. Lo que pasaba en 2003 era que George W. Bush estaba en su mayor momento de aceptación. Lo que viene a significar que, lo has leído bien, George Bush era un ser aceptado.
Barbara Kopple, autora de “Winter Soldier” (1972) sobre la guerra de Vietnam; “Harlan County, U.S.A.” (1976), sobre una huelga de mineros del carbón; y “My Generation” (1994), sobre los tres festivales Woodstock, tiene un método infalible como directora de documentales: dejar hablar a los protagonistas. Y ahí, además de la cantante Natalie Maines, el trío que incluye a las hermanas Emily Robinson (banjo, dobro) y a Martie Maguire (violín) es donde acaba ganándote para siempre.
Porque empiezan regular. Al comienzo de la película, un par de meses antes y un poco después de los comentarios de Natalie, tenemos a las Dixie Chicks timoratas, impresionables, instaladas en la incomprensión, pero sin ánimo de rebeldía. Eran las chicas que acababan de cantar el himno nacional en la Superbowl XXXVII.
Hay un primer momento en el que las Chicks parecen tortugas queriendo esconderse en su caparazón. Es interesante, a este respecto, que el documental muestre todo el contingente que rodea a un grupo de estas características: una banda interminable, músicos de sesión, un manager, un road manager, un responsable de prensa, varios asesores legales, y todo el personal dependiente o relacionado con los anteriores. Ahí, en ese primer momento, es donde los managers, abogados y asesores cumplen su función de aconsejar desde la duda, asesorar desde la cobardía y defender sin una línea clara.
Como decíamos, tras el comentario sobre Bush las emisoras de música country censuraron al trío, que rápidamente hubo de decidir si iba a callarse, o a defender sus principios y arriesgarlo todo. En una entrevista Martie Maguire dijo: “Antes de que Natalie dijese aquello, creo que nunca había tomado posición sobre nada. Luego se nos vino todo encima y a los 34 años de edad sabía en lo qué creía, pero siempre veía los dos lados… en el pasado me preocupaba tanto de los detalles… Pero de repente se prendió la mecha y ahora sé lo que soy y lo que defiendo, y ya no importa lo que perdamos en el camino”.
En el camino, lo único positivo que encuentran son tres cosas: un manager cachondo que no las deja tiradas (uno de los mejores personajes del documental), una cantante que va creciendo y creciendo hasta tener los ovarios del tamaño de uno de esos tractores que se utilizaron para pisotear su obra, y los cretinos (los fans), a quienes les encanta verlas batallando con el coloso de la industria de la música country, monstruo esta vez vestido de radios que deciden, y mantienen su decisión durante años, de censurar su música.
El consejo del abogado muy al comienzo del documental es de auténtica vergüenza ajena: “Procuren no juzgar al presidente. Les diré por qué: tiene aprobación de casi todos. La situación de la guerra no podría ser mejor”. Ahora, viendo el documental, con la imagen de Bush desplomada, y viéndolo desde este país, que apoyó sus decisiones sin ton ni son, donde también tuvimos nuestra ración de mentiras soltadas en el Parlamento, y más ahora que los republicanos perdieron el Congreso y que Estados Unidos ha preparado un lío de imprevisibles dimensiones en Oriente Medio, es realmente interesante ver cómo ha cambiado la opinión pública desde el 2003.
A sumar a la censura de las emisoras de country, cuando se iba a estrenar el documental la cadena NBC rehusó transmitir publicidad sobre la película, con el cuento de que “se menospreciaba al presidente Bush”. Pero la NBC tuvo que ceder, todo un alivio aunque seamos contrarios a las lecciones: en este caso son dignas de celebrarse. Igual que la actitud de Maines durante dos tercios del documental, cuando logra por fin salir del asombro y la incomprensión, para terminar soltando en el programa de TV de Larry King “no respeto en absoluto las decisiones que Bush ha tomado ni adónde ha llevado al país. Lo del huracán Katrina fue más extraño que ver a todos aceptar una guerra que no sabían por qué había empezado. Viendo esas cosas, uno no sabía en qué país vive”. Amén, querida.
¿Qué cosas positivas tiene Estados Unidos en toda esta trama? Pues por ejemplo una audiencia del Congreso, donde el presidente de Cumulus Broadcasting declara que ordenó a 270 emisoras dejar de pasar las canciones de las Dixie Chicks. Muestra también que el supuesto “movimiento de base” para hacer llamadas telefónicas a las emisoras fue organizado por websites de extrema derecha asociados con freerepublic.com. La película muestra la atención que prestaron altos niveles del gobierno para hundir al trío. Hasta Bush metió la pata cuando le dijo al periodista Tom Brokaw “las Dixie Chicks tienen la libertad de decir lo que quieran… No deben tener resentimiento porque la gente no quiera comprar sus discos cuando dicen lo que quieran”.
¿Podían la industria y los “powers that be” americanos dejar que uno de los grupos más populares le metiese el dedo en el ojo? Tres tías, además. La industria siempre precisa de un público dócil, pero en esos años era mucho más necesario, y esas voces disidentes (chicas virtuosas ampliamente respetadas) en la madre patria era algo inconcebible. Hay una escena paradigmática en la sede de la compañía Lipton Tea, uno de los patrocinadores de las giras de las Dixie Chicks, que ha contratado a un asesor e intenta convencerlas de que bajen el volumen. La cámara, al recorrer la sala, muestra cómo los objetivos políticos del gobierno coinciden con los pacatos intereses comerciales de Lipton. El tipo le dice al trío, de una manera calculada y solapada: “A fin de cuentas, es cierto que son magníficas músicas, pero en esencia lo que son es una marca”. Ahí están, los asesores. Los abogados. Los que saben.
Pero la autoridad se encuentra con un grupo que no puede manejar. Esa es, al final, la esencia de la película, amenizada por el constante ingenio e irreverencia del trío de madres que te conduce a alternar la risa con el aplauso de aprobación. El trío respondió al acecho descojonándose de las acusaciones de insubordinación por parte de la industria, el gobierno y los reaccionarios esparcidos por todo el maldito país: se desnudaron y se pintaron en el cuerpo los mismos insultos que les lanzaron: “Bocazas”, “Traidoras”, “Dixie Putas”, “Ángel de Sadam”, etc., y salieron de esa guisa en la portada de la revista Entertainment Weekly, encabronando un poco más a los fanáticos. Placer.
Después, pegando saltos entre los años 2003, 2005 y 2006, la banda aparece siendo amenazada de muerte antes de un concierto en Dallas, componiendo para su nuevo disco, charlando con el batería Chad Smith (Red Hot Chili Peppers) y con el productor de su nuevo álbum, Rick Rubin, que las guía como buen productor hacia una mejor construcción de las canciones, con su barba, su camiseta dada de sí, el pantalón de pijama talla Godzilla y poniéndole a Natalie los dedos de los pies (que olían, seguro) en la cara. Es otro momento tremendo del documental, como el que muestra al padre de Natalie tocando la pedal steel como un coloso, el parto de los gemelos de una de las chicas, en general las bromas que se gastan sobre su situación, y su trágico encanto de paletas incapaces de adaptarse a la ciudad, más cómodas en sus interminables ranchos de San Antonio. Es este un documental que muestra las maravillosas (y no tan maravillosas) contradicciones de Estados Unidos y algunos de sus habitantes. Cómo pueden ser tan distintos entre ellos, y cómo algunas personas que jamás mostraron capacidad de sublevarse de pronto se destapan como adalides de la libertad de expresión.
Pero así es. Casi al terminar “Shut Up & Sing”, uno de los compositores propone a Natalie tocar una canción con el tema de la unidad, en referencia tanto a la banda y como en general a la sociedad. Natalie le pregunta: “¿Quiere decir eso que tendríamos que perdonar a toda esa gente que nos hizo lo que nos hizo?”. Él contesta: “Pues, por el bien de la canción, creo que sí”, y Natalie, con un gesto desdeñoso de la mano, le dice: “Entonces no”.
El resultado de todo este proceso fue el emotivo Taking the Long Way (2006), con al menos seis canciones magníficas, de las que perduran. El largo camino que hubieron de tomar desembocó en su disco más pop, algo que ellas en principio habían rechazado como posibilidad, instaladas en la pureza del country que, en cierto modo, les estaba diciendo que no quería saber ya nada de ellas. Y ellas respondieron al desafío transitando los caminos del eclecticismo, incluso desde el punto de vista lírico. Así, “Lubbock or Leave It” (Lubbock o te vas) arremete contra la Tierra de la Biblia, en
un regreso para Natalie a la tierra donde nació, un lugar famoso por expulsar a Buddy Holly por no seguir el camino de los cristianos. En un concierto poco después de sacar el disco, Natalie dijo: “Entiendo que nos han nominado para el premio de la Academia, pero acabo de ver Jesus Camp [una película sobre un campamento de cristianos fascistas para niños] y yo más bien votaría por esa película. Es toda una revelación”.
Así, la autora de “Not Ready to Make Nice” (“No estoy lista para hacer las paces”), nos deja con un inmejorable sabor de boca en su retorno al Shepherd’s Bush de Londres, “la escena del crimen” como acertadamente la llama ella misma desde el escenario, cuando al acabar una emocionante interpretación confiesa no haber calculado lo que iba a decir aquella noche, para después confesar que “de este modo, lo mejor que puedo hacer es repetirme a mí misma”.
Hace una pausa, sonríe y suelta “es una vergüenza que el presidente de Estados Unidos sea de Texas”.
Manuel L. Sacristán.
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