TRUE DETECTIVE. Segunda temporada. Atrapados en una autopista sin destino. (Spoilers)
Hace apenas tres semanas concluyó la segunda temporada de uno de los acontecimientos televisivos del último lustro, True Detective. La segunda entrega de la serie creada por Nic Pizzolatto ha tenido que competir 24 horas al día, 7 días a la semana, con la primera de una forma un tanto injusta. De hecho, los fans, los internautas, parecen haberse centrado más en compararlas que en disfrutar de las bondades de los capítulos protagonizados por Colin Farrell, Vince Vaughn, Rachel McAdams y Taylor Kitsch. Lo cierto es que dejando a un lado el aspecto esotérico de la primera temporada, la segunda se ha sumergido en los mismos terrenos y en dinámicas similares con acierto: literatura negra, nihilismo, misantropía y poco espacio para la esperanza. Musicalmente ha vuelto a ser espectacular. Tanto por los créditos con la voz de Leonard Cohen como por las aportaciones de Lera Lynn, Nick Cave y Bonnie Prince Billy. Además, T Bone Burnett ha hecho magia con la banda sonora. True Detective, segunda temporada. "Tenemos el mundo que merecemos".
En Estados Unidos todo el mundo conduce. O al menos, parece hacerlo. En las historias de Nic Pizzolatto, tanto en las dos temporadas de True Detective como en su novela Galveston, sus personajes conducen, hablan, hablan mucho, y rara vez llegan a alguna parte. Están atrapados en sus interestatales. Aplastados por una vaga idea de lo que el futuro puede deparar más allá de una muerte cercana, artificial y dolorosa. Son ratas que pese a su rabia siguen atrapadas en una jaula. Siempre con un grado de inconsciencia. Como si realmente fuese posible esacapar de la vida bajo otra posibilidad que no sea la muerte.
Nic Pizzolatto se mueve bien en es terreno desesperanzado. El mismo creció en Loussiana en un universo en el que el alcoholismo, la violencia y la endogamia eran platos diarios repetidos durante generaciones. Esa cuestión, la del carácter autodestructivo de la sociedad, es uno de los temas sobre los que siempre gira la narrativa del escritor y guionista italoamericano. Lo hacía en la primera temporada de True Detective, donde religión, muerte y corrupción se daban un apretón de manos bajo un trasfondo sobrenatural y morboso. Se intuía un discurso similar en Galveston, su novela. Y vuelve a ser capital en la segunda temporada de True Detective. Los cuatro personajes que protagonizan la historia son seres cautivos de su propia existencia. Compañeros de un viaje hacia la fatalidad por una autopista de siete carriles.
Una de las críticas que a menudo le ha llovido a Pizzolatto por esta segunda entrega tiene que ver con el exceso de dramatismo y la biscosidad de las tomas zenitales, urbanas, nocturnas y atmosféricas en las que T. Bone Burnett hace el resto con una sonoridad insana. A menudo se trataba de nudos de autopista por la que circulaban cientos de coches sin un destino aparente, entre ellos se encontraban los de nuestros protagonistas.
Los diálogos acontecidos en los automóviles no han resultado capitales. En la primera temporada Cohle y Hart se enfrascaban en eternas discusiones mientras se acercaban a algún destino intermedio ya que, siempre, aparecía un destino posteriormente. Y luego otro. En esta segunda entrega, Ray Velcoro, Ani Bezzerides y Paul Woodrugh conducían más que hablaban. Al espectador siempre le puede quedar la sensación de que por mucho que conduciesen, nunca llegaban a ninguna parte.
Pizzolatto sigue enfocando su narrativa visual de una forma densa y ceremonial. Cientos de diapositivas se suceden ante nuestros ojos con la misión de colocarnos en un universo que, definitivamente, está lejos de ser el nuestro. Si logró que el árbol del sacrificio de las afueras de NOLA o Carcossa formasen parte de nuestra imaginería, aquí está Vinci, el paradigma de la putrefacción de la sociedad occidental. Una ciudad tóxica con un aire irrespirable que en sus cabidades y en sus edificios exentos apenas permite respirar porque allí habitan tiburones del oxígeno, gente que juega una partida de un juego perverso en el que el resto de los mortales, el 99% de la población, no cuentan absolutamente para nada.
La toma inicial con cientos de estacas adornadas con una cinta llamativa y el acento de Burnett es indudablemente deudora del primer plano del primer capítulo de la anterior entrega. La del árbol del sacrificio. Pizzolatto muestra una ceremonia, elementos inertes que simplemente están y que forman parte de un horrible desenlace que conoceremos a lo largo de los próximos ocho capítulos. Lo hace de un plumazo o de cientos de plumazos. Imágenes. Diapositivas aisladas.
La historia, el guión de esta segunda entrega de True Detective también llega a cuenta gotas. La narrativa tiende a ser críptica a la par que austera. Uno no sabe bien si es que no está entendiendo nada o si relamente se está diciendo poco y tampoco queda demasiado que comprender. Este aspecto, esa forma de avanzar por la historia sin una clara necesidad de aclarar demasiado ha podido pesar entre público y crítica. De hecho, ha sido castigada una y otra vez siempre en comparación con lo que supuso la primera entrega.
Lo cierto es que la primera temporada guardaba morbo esotérico y misterio sobrenatural, aunque fuese únicamente como truco de magia y trampa narrativa. La historia era dinámica y más directa. Incluso la temática. Había menos personajes y la apuesta por los dos actores principales pareció mejor resuelta principalmente porque era un terreno de 360º y absoluta libertad tanto para Maconnaughey como para Harrelson. Más minutos para cada uno, más personaje para cada uno, una historia amparada en el morbo, una temática más llana y una narrativa más clara. No es cuestión de aseverar que en cierto modo la primera temporada de True Detective era facilona y atractiva porque podía serlo entre muchas otras cosas. Pero sí es cierto que a la gente de a pié es más fácil contarle que han desaparecido chicas que introducirles en una sórdida trama de corrupción, la de la segunda temporada, en la que participan a partes iguales hombres de negocios, políticos y mafiosos de vocación aunque, realmente, todos sean mafiosos por definición. Una despiadada trama que incluía especulación inmobiliaria, trata de blancas, tráfico de drogas, tráfico de influencias, corrupción policial y política y asesinatos. No muy diferente de lo narrado en la primera entrega pero si en la primera entrega el drama residía en las víctimas, en esta reside en la corrosión de la civilización y en la lucha imposible de un grupo de personas corrientes contra la corrupción sistémica y todopoderosa.
Repitiendo la apuesta.
Todo en esta segunda temporada parece más complicado. El trabajo de los actores y el desarrollo de los personajes, también. El protagonismo se repartía entre cuatro y en algunos casos se buscaba una jugada similar a la que sobrevino con la primera temporada. La apuesta por Maconnaughey y Harrelson, la idea de recuperar a esos actores para un trabajo profundo de primera, vuelve a repetirse con Colin Farrell y Vince Vaughn. Al menos, vuelve a repetirse la intención pero desde luego, no los resultados. Pero por partes, porque Farrell funciona y trabaja a una altura que probablemente no se le había visto en demasiadas ocasiones. Pero es que el personaje de Ray Velcoro, al igual que el de Rusty Cohle o Marty Hart, es un personaje atractivo que posibilita el lucimiento. Probablemente sea Farrell el gran ganador en este aspecto. Contaba con un gran personaje que defender y lo ha llevado por lo menos hasta un punto notable.
El caso de Vaughn es otro. Su esfuerzo es de valorar y las posibilidades que le daba el guión de Pizzolatto eran tremendas. También es cierto que el suyo era un personaje atrapado en una dualidad peligrosa. En cierto modo,el personaje de Frank Semyon recordaba al de Tony Soprano: un gangster frágil en lo sicológico que escapaba del retrato robot de hombre de hierro que siempre ha apuntalado el género. Semyon es un gangster timado. El pardillo de una trama de corrupción. El último mono de un tren en el que los que le pegaron la patada se rien desde los vagones con copas de caro champán en sus manos. Digamos que Semyon es un tipo que aspira a jugar en las grandes ligas pero que parece condenado a quedarse en regional. Ahí Vaughn tenía un reto que no está claro que haya logrado superar.
El actor ha intentado dotar al personaje de un aire melancólico y lacónico. Alguien dolido por la traición, hecho a sí mismo y que solo pueden confiar en su pareja. El esfuerzo de Vaughn es titánico pero pese a ello, no logra levantar el personaje. También es cierto que los mecanismos que le da Pizzolatto para reafirmarse no son excesivamente útiles y brillantes. La cómica pelea con uno de sus narcos para acabar arrancándole los dientes es uno de esos elementos. La forma en la que se llega a la pelea o el propio momento violento carecen de credibilidad. Como tampoco la obtiene en la despedida de su personaje. Pero aquí hay que apuntar a la figura de Pizzolatto, quien no dudó en darle un plano secuencia ultraviolento de casi diez minutos a Rusty Cohle para que nos demostrase de lo que era capaz, y quien no duda en poner a Vaughn ante una escena exagerada hasta lo cómico en algunos momentos y con excesivas pinceladas cuando ya no eran necesarias.
A lo largo de toda la serie, a Vince Vaughn siempre le falta un punto de nervio, algo de sudor, un gesto que humanizase su trabajo y lo alejase del de un ciborg. Al final, mejorando lo esperado, sigue siendo el gran perdedor.
Rachel McAdams como Ani Bezzerides también ha salido reforzada de su trabajo. Pese al escaso espacio que le dejaba una historia en la que Velcoro y Semyor eran los gigantes, Bezzerides brilla cuando le dejan y se encuentra con el gran problema que han tenido los cuatro actores protagonistas: que en comparación con lo que ocurría en la primera temporada tenían menos espacio para moverse. También Taylor Kistch. O sobre todo Taylor Kistch, a quien resulta casi imposible juzgar por su paso por True Detective porque el espacio con el que contaba era mínimo.
Historia de la televisión.
La primera temporada de True Detective era más simple en el planteamiento, más accesible en su historia y con un trabajo de sus principales actores tan atractivo como un guión que jugaba con la oscuridad y el morbo humano. Salvo su abrupto final y su dudosa resolución, en sus primeros seis capítulos Nic Pizzolatto escribió algunas líneas en la historia de la televisión. De hecho, si aquella no fue la primera mejor temporada de una serie de televisión de la historia fue por la manera tan poco convincente con la que resuelve. Pero en el resto la serie era y es una obra maestra y uno de los pesos pesados de esta era de oro de la televisión.
Esta segunda temporada carece de algunos de los elementos más atractivos de la primera. El planteamiento era mucho más complicado, con semejanza a una tela de araña o a un envoltorio con mil capas. Uno retira un envoltorio pero se encuentra con otro y otro y otro y ninguno deja ver la forma completa de lo que envuelve hasta el último capítulo. Se intuye, se dan las suficientes pistas y también se ocultan las suficientes cuestiones como para que el televidente se sienta desamparado intentando pegar pistas inconexas. Ahí Pizzolatto acierta ya que en cierto modo arrastra al espectador al movedizo terreno al que se enfrentan los protagonistas. Es un universo de ultrarealidad contado a cuentagotas muy alejado de la experiencia morbosa y esotérica de la primera entrega.
El equilibrio entre presentación, desarrollo y resolución está mucho mejor guardado que en la primera temporada. Esencialmente porque no se corren riesgos y porque no se trata de jugar con el televidente de una forma directa. Así se avanza mantiendo un ritmo lenta pero constante y se aborda el final con lógica y sin soluciones abruptas de última hora. Pese a todo, quizá sea porque el factor sorpresa se ha perdido, quizá porque los personajes o los actores de una u otra temporada pueden elevar el producto o quizá porque sin rastro esotérico todo se complica, esta segunda temporada parece un peldaño por debajo de la primera. Especialmente en lo narrativo y en lo emocional. En el desequilibrio entre el Pizzolatto escritor y el Pizzolatto creador, esto es entre el verdadero peso de lo que se cuenta y el pulcro ejercicio de estilo que nunca pierde. Como si hubiese querido adornar algo que no daba para más. Como si hubiese querido tapar algo que no daba.
Pero esto tampoco es cierto del todo. Queda una posibilidad abierta pero hay que tener en cuenta varios aspectos. Esta era de oro de la televisión no puede durar siempre y si arrancó con The Sopranos también en HBO, cabe pensar que se esté agotando o se esté, al menos, empezando a repetir. Y sin embargo Pizzolatto aparece en escena con una fórmula tan antigua como la rueda y encuentra nuevos universos por los que moverse con soltura. Literatura negra, gangsters, nihilismo, misantropía y desesperanza. Todo en un envoltorio antiguo que, a muchos, les ha parecido nuevo. Eso tiene un valor, incalculable. Puede que esta segunda temporada de True Detective haya sido o algo inferior o, por lo menos, diferente a la primera. No obstante, el ejercicio sigue siendo brutal, tanto por capacidad narrativa como por lírica o estética. Pizzolatto sabe lo que quiere y lo muestra como quiere. Y lo hace de maravilla. Sin fallo. Su principal problema es que el morbo, cuanto más amarillo, más triunfa. Por ahí, y por Vince Vaughn, le seguirán llegando palos.
De momento, Pizzolatto cuenta con contrato para un año más. La segunda temporada ha superado a la primera en términos de media de espectadores por capítulo. Tiene a Maconnaugheyy Harrelson como socios y la experiencia de dos temporadas sobre los hombros. En unos unos nueve meses comprobaremos con qué intenta sorprendernos.
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